Magia vudú en el timbre

Te voy a contar una historia de terror.


Una historia de terror REAL.




Esto ocurrió hace unos días, en el barrio de Chamberí.



Me encontraba esperando a mi novia apoyado en una farola.


Ella estaba de camino, a menos de cincuenta metros al doblar la esquina.


«Te espero en la esquina», le dije, «apoyado en la farola».


Y por estar hablando por el wasap no lo vi venir.




Era una mujer negra, alta, corpulenta.


Cuarenta y pico años.


Andaba con tranquila cadencia caribeña y un par de chanclas.


Nada que pudiera despertar el más mínimo sentido de alarma.




Y en esto que llega a mi altura y pasa muy pegada a la farola.


Y muy pegada a mí.


Y entonces ocurre lo siguiente:





Imagínate que estiras el dedo índice para llamar a un timbre.


Ahora imagínate que lo haces con el brazo bien pegado al cuerpo.




Y ahora imagínate que el timbre queda como a la altura de tu cadera y a tu costado, y por lo que sea no te quieres girar para ponerte de frente sino que quieres pulsarlo de lado, con el brazo pegado al cuerpo y estirando en perpendicular la mano.


Algo difícil, pero ¿lo tienes?


Bien.




Pues esa era la posición de la mano de esta señora.


Posición de llamar a un timbre extrañamente bajo en un espacio extrañamente angosto y que queda extrañamente a tu costado.


Solo que allí no había ningún timbre.


Lo que había era mi entrepierna.





El dedo acertó con sobrenatural puntería, tanto que me provocó un escalofrío.


Fue tan lento y preciso que resulta imposible pensar que no estuviera calculado.


Y yo, que soy hombre de acción, que he hecho artes marciales y entrenado con militares, reaccioné de la única manera posible.


Se me escapó un ligero «Uuuyy» y me aparté echando el culo para atrás.





Y allí me quedé, con el móvil en la mano, sin saber qué había pasado y un escalofrío recorriéndome el cuerpo.


Y la señora se alejó tranquilamente con sus chanclas y su cadencia caribeña.


Sin volverse.


Sin inmutarse.


Satisfecha, supongo, por haber llamado al timbre con tanta precisión.


Y cruzó la calle.


Se cambió de acera.


Y se metió en el portal de enfrente.


En el puñetero portal de enfrente.






Y allí me quedé yo, mirando con cara de tonto, el móvil en la mano y el timbre timbrado.


Solo acerté a esbozar algo de sofocada indignación cuando la pájara empujó la puerta del portal con el culo y me miró con descaro desde la otra acera durante unos instantes.


Hay quien me ha dicho que aquello fue una provocación para que fuera detrás, pero que mal rayo me parta si sentí la más mínima inclinación a ir detrás de aquella criatura del averno.





Recuerdo que pensé muy seriamente durante dos o tres horas si me había hecho algún tipo de magia vudú.


Y cuando digo muy seriamente es muy seriamente.


Vudú en el pito.


Poca broma con eso.





Hoy día, aún sigo traumatizado.


Aún siento su dedo acusador pulsando el timbre con cirujana precisión.





Bien.


Te preguntarás qué tiene que ver esto con los libros.


Y la verdad es que nada, solo necesitaba desahogarme.


Pero ya que estamos, aprovecho y te cuento, por si no lo sabías, que en Costas de Carcosa en su día publicamos un excelente tomo con absolutamente todos los relatos que Robert E. Howard escribió sobre vudú y magia africana.





Así que si quieres compartir el mismo pavor que sentí yo hace unos días con la amenaza del vudú…


…si esta historia absolutamente REAL (te lo prometo de verdad) te ha dejado con ganas de pasar más miedo…


…o si quieres obsesionarte con hechicería la próxima vez que una mujer extraña te toque el timbre en mitad de la calle…





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PD: aún tiemblo cuando lo recuerdo.

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